Existió hace mucho tiempo en la ciudad griega de Hipepa, una hábil muchacha llamada Aracne, hija de Idmón de Colofón, un hombre que había adquirido fama por las hermosas telas que teñía de púrpura para la realeza. Así como él coloreaba los vestidos y las túnicas de reyes y princesas, Aracne era única con los telares. Su talento como tejedora era indiscutible.
Sus tapices y bordados eran los más hermosos de Grecia, representando con gran realismo una gran diversidad de figuras y paisajes. Tan orgullosa estaba ella de sus habilidades, que no dudó en colocarse a sí misma por encima de los dioses.
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—Ningún inmortal podría superarme al tejer —solía jactarse enfrente de todos sus admiradores.
Quiso la suerte que sus palabras fueran escuchadas por Minerva, la diosa de las artes y la sabiduría, que, ofendida por la presunción de la muchacha, bajó a la Tierra escondida bajo la forma de una humilde anciana.
—Tus tapices son muy hermosos jovencita, dignos de un dios —le dijo a Aracne, tras llegar a la tienda en la que vendía sus telares.
Ella se limitó a sonreír con arrogancia.
—Pero ¿qué dice, vieja? Ningún dios podría hacer lo que yo hago —le espetó—, mis manos son únicas y mi talento irremplazable. Si quisiera, podría vencer a cualquiera de ellos tejiendo el tapiz más bello del mundo.
—¡Entonces acepto! Veamos de lo que eres capaz —dijo Minerva, desprendiéndose del disfraz de anciana y revelándose en toda su gloria, ante los ojos de los habitantes de Hipepa.
Aracne no se dejó amedrentar. Si la diosa quería una competencia, una competencia es lo que tendrían.
Se puso cada una en su lugar respectivo y comenzaron a tejer, mezclando decenas de hilos de colores en enormes telas, que parecían ir cobrando vida conforme sus manos pasaban por encima de ellas.
Al final los resultados fueron asombrosos.
Minerva había conseguido un tapiz soberbio, que representaba su triunfo en la batalla contra Poseidón, el señor de los mares. Había tejido con tanto empeño, que las olas parecían moverse de verdad dentro del bordado y su propia figura en el telar resplandecía revelando su divinidad.
Cierto era que aquella era una obra de arte. Pero cuando Aracne desplegó su propio tapiz, la propia Minerva palideció.
La muchacha había tejido una historia magnífica, que mostraba en veintidós escenas todas las infidelidades cometidas por los grandes dioses, incluido Zeus, la deidad suprema. Transformados en animales, habían sido retratados mientras se rebajaban al nivel de los mortales, de una manera que hizo ruborizar a Artemisa.
La insolencia de Aracne no tenía límites. No solo la había desafiado, sino que el tema escogido para su tapiz era una afrenta contra todo lo divino.
—He de admitir que es un trabajo magnífico —le dijo Minerva con seriedad—. Sin embargo, tu falta de respeto y tu engreimiento han llegado demasiado lejos, y no habrán de quedarse sin el debido castigo.
Y así, la diosa destruyó el telar de la joven y la transformó a ella en araña.